El espectáculo me llenó de miedo esa primera vez, y me alejé con prisa al escuchar detrás de mí a otro de aquellos seres marginales, gritando como atormentado. ¿A qué tanto alboroto? ¿Por qué gritaban y gemían, por qué gesticulaban tan escandalosamente los vagos y borrachines en la explanada del parque?
Uno de ellos se atravesó a mi paso en la veredita que seguía yo hacia el otro lado, y alcancé a ver que se le habían puesto los ojos en blanco. Chillaba como un poseso, como conejo acorralado por un zorro, como si estuviera en peligro inminente de ser asesinado.
Aquello se repitió con frecuencia. Es que yo debía necesariamente cruzar de lunes a viernes y a primera hora el Parque Revolución. Mi trayecto era en diagonal para ahorrarme unos minutos, porque debía ganar tiempo para llegar antes de las siete y cuarto a la Prepa México
Yo reconocía a algunos de aquellos malandros que pasaban en verano las noches en el parque y que amanecían ahí tirados en las bancas o en el pasto, pasados de alcohol y de otras drogas. Ahí estaba el Charly, a quien asesinaron en la Penitenciaría porque era un maldito que aterrorizaba a la gente en el rumbo del Parque Revolución, además de que debía varias vidas, según decían.
Pues al Charly fue al primero que vi yo en aquellas crisis de gritos y gesticulaciones. Una tarde que me interné en la explanada del parque, fue cuando me enteré de que los borrachines y drogadictos se quejaban de que los perseguían “los fantasmas del árbol de los ahorcados”. Este árbol añoso y de grueso tronco, tiene fama en el barrio, porque los viejos cuentan que en sus ramas fueron colgados muchos enemigos de ambos bandos en la lucha armada durante la Revolución. Cualquier ruido o luz, la mínima sombra o silueta misteriosa que es avistada aquí, se atribuye, por lo tanto, a la presencia de los fantasmas de los ahorcados.
A mí, lo que más raro se me hace, es por qué deben ser estos ahorcados los que se aparecen aquí, si todo dentro de este perímetro fue anteriormente el célebre Panteón de la Regla, y por definición, debería estar lleno de todo tipo de fantasmas. “Es que se aparecen con cara de ahorcados, con la cuerda colgándoles del pescuezo, con la cara abotagada y los ojos saltados como sapos”, me dijo una vez el Gárgaras, otro de aquellos infelices del parque.
El célebre árbol se encuentra rodeado por una cerquita metálica redonda, y está más o menos a la misma distancia del Mausoleo de Villa y la explanada del parque, por cierto, más cercano a la banqueta de la calle Tercera.
Y a pesar de que ya sabía por qué los drogos y teporochos hacían tanto escándalo, nunca dejé de tener miedo cuando veía yo a alguno de ellos saltando de la banca y haciendo aspavientos como queriendo quitarse a un fantasma volador que les quisiera hincar el colmillo o clavarle las manos huesudas en el cuello.
Escenas más horribles y terroríficas no he visto en mi vida. Dejé de presenciar aquello cuando me gradué en la preparatoria y el parque dejó de ser mi camino obligado. A treinta y seis años de aquellos horrores memorables, ya no queda vivo ninguno de aquellos parias que deambulaban en estos lugares, porque se fueron muriendo sin remedio, por descuido, por alcoholismo, por falta de sus familias, y de miedo.
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