Caminaba a un lado de mi novia por calles de la colonia Tierra y Libertad, después de que cada uno se bajara del camión por su cuenta, distanciados porque discutimos la noche anterior, y porque se suponía que no nos íbamos a hablar nunca más en la vida. Yo la veía de reojo, tratando de recoger alguna señal de que me volvería a hablar. Ella sólo hizo como que me ignoró y siguió caminando hacia adelante.
El Sol tatemaba mi pelona, y a esas horas del mediodía ya eran significativos los estragos que el astro rey estaba causando en mi persona.
Ya me empezaba a impacientar con la indiferencia de la Flor de Lis, y llegando a la calle Antón Makárenko estuve a punto de arrojármele a los brazos con todo y el pegajoso sudor de mi camisa…
Pero un hecho extraño nos apartó de la media calle. Como surgido de la nada, empezamos a escuchar un estruendoso ruido de caballos en galope que resonaba contra las piedras de la calle. Eran muchos caballos, según el tronar de los cascos. Y fue entonces que los vimos…
A todo correr, venía en sentido contrario a nosotros un carro de caballos, pero bien raro, no como los que todavía subsisten en nuestras calles de la periferia, sino grande, como aquéllos de antes que usaban para carga, con techo de lona y ruedas de madera. El cochero venía persiguiendo a un niño que corría delante del carro y al que enviaba furiosos latigazos que se estrellaban en su espalda.
El niño sangrante lloraba a grito pelado y suplicaba perdón.
La Flor y yo nos volteamos a ver, incrédulos.
“¡Perdón, patrón, ya no lo vuelvo a hacer!”, bramaba el chiquillo, quien al mismo tiempo miró hacia nosotros y gritó por ayuda: “¡Por favor, ayúdenme, que me va a matar!”.
En seguida, víctima de una maniobra del cochero, el fugitivo fue alcanzado por las pesadas ruedas izquierdas del carromato, que lo arrollaron y lo dejaron tendido… Nuevamente nos miramos entre mi novia y yo, y sin decir palabra corrimos hacia el carruaje con la intención de auxiliar al pequeño. Pero cuando eso hicimos, toda la escena del polvo en la calle, del carruaje extraño, de los cinco caballos magníficos al galope y del niño que sangraba y temía por su vida, desapareció. Simplemente se desvaneció.
Flor de Lis y su servidor nos agarramos de la mano, todavía con la excitación del susto tremendo que acabábamos de experimentar, y seguimos el camino en silencio.
Pero en la siguiente esquina estaba una ambulancia con sus luces rojas relampagueantes, y dos paramédicos que atendían a un niño que yacía sin movimiento en el suelo, en medio de un charco de sangre. Los vecinos habían salido de sus casas y en minutos abarrotaron las calles, ansiosos por descartar que el atropellado fuera de su familia.
La Florecita y yo ya nos reconciliamos, pero no se nos olvida que esto fue gracias a la sorprendente coincidencia, de dos niños de tiempos diferentes, atropellados por diferentes conductores de carruajes en el mismo lugar.
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